La situación actual de Europa no puede ser analizada en toda su complejidad sin tener presente la perspectiva de la historia.
Los primeros pasos de la integración estuvieron fundados en la profunda impresión que habían dejado en el corazón del viejo continente los estragos de dos guerras mundiales. La segunda fase respondió a las nuevas condiciones de los años setenta, concretamente a la búsqueda de una economía de mayor escala. Estaba naciendo la etapa de las regiones económicas.
Veinte años más tarde, cuando se estaba negociando el Tratado de Maastricht a finales de 1991, un acontecimiento de enormes proporciones vino alterar profundamente la vida de la región y el conjunto de la escena internacional: el colapso de la Unión Soviética, la unificación alemana y la liberación de los países del este europeo.
La Europa que acababa de terminar, dividida en dos campos aislados, había representado un mundo ominoso pero previsible. La caída de las viejas fronteras armadas dejaba un campo abierto y vulnerable, los nuevos gobiernos de los países del Este perdían el control del cambio.
La ampliación de la Unión Europea ofreció un cauce ordenador y una opción de futuro a los países del Este, que ya tocaban las puertas de Bruselas. Nueve de los 12 países aspirantes se habían desprendido del campo soviético. En los años subsecuentes, la Unión Europea creció de 15 a 27 países, conforme cada uno de estos fue cumpliendo con los requisitos de admisión.
La marcha hacia la moneda única siguió una lógica distinta que la de la ampliación del espacio europeo. La creación de la eurozona buscaba poner fin a las devaluaciones competitivas que amenazaron en los principios de 1990 al mercado en común y garantizaba anclar a Alemania unificada en el proyecto común.
Esta verdadera escalada del proyecto de integración iba a ser puesta a prueba por tres factores: la nueva realidad de Europa (el dilema entre ampliar y profundizar la integración), las debilidades estructurales del proyecto mismo de la unión monetaria y la globalización.
A lo largo de este proceso comenzaron a manifestarse los primeros signos de tensión. La Unión Europea había sido hasta entonces la obra de los Estados no la de los pueblos. La visión de un puñado de dirigentes había levantado el edificio de la integración durante sus primeras etapas; pero la ampliación no había sido popular desde un principio. Se estaba creando repentinamente un ámbito económico y social común entre países que habían vivido tradicionalmente desvinculados, con asimetrías económicas y tradiciones sociales y culturales muy diversas.
Por otra parte, la unión monetaria estaba fundada en cimientos débiles. Carecía de instrumentos y mecanismos de supervisión y fiscalización, a fin de que se cumplieran cabalmente las directrices de Maastricht en materia de política financiera. Se estaba creando un espacio monetario unificado, sin una autoridad centralizada en materia financiera y en ausencia de una política fiscal unificada.
A las debilidades institucionales del diseño de la unión monetaria vendrá a agregarse un tercer factor, que incidirá muy negativamente en esta coyuntura vulnerable que enfrentaba Europa: la globalización.
El colapso soviético y la apertura económica China aceleraron la marcha de la globalización y Europa perdió paulatinamente sus ventajas tradicionales entrando a la competencia con países con costos laborales menores.
Al mismo tiempo, la autoderrota del sistema comunista alentó el triunfalismo de los ideólogos a ultranza del capitalismo, y con ello la idea errónea de que las fuerzas del mercado podrían moderarse a sí mismas, sin intervención alguna lo que ha puesto a prueba su oneroso «Estado de bienestar».
La falta de controles suficientes a la especulación financiera nos condujo a pocos años del colapso soviético a la crisis económica de diciembre de 2008, que afectó al mundo entero y tuvo efectos inmediatos muy negativos en la situación europea.
Diagnóstico
Hasta ahora el enfoque de Europa para combatir su actual crisis ha incluido tres elementos:
1. Operaciones de rescate para proveer liquidez y financiamiento a gobiernos altamente endeudados para impedir una suspensión de pagos.
2. Medidas de austeridad y el anuncio de la intención de emprender reformas estructurales en las economías con problemas.
3. Reformas a la forma en que funciona la unión monetaria, como sanciones más rigurosas a los gobiernos que no cumplan con los límites de endeudamiento y una más estrecha coordinación de políticas fiscales.
Estas medidas no han sido suficientes ni convincentes y los problemas estructurales no se han abordado.
Los euroescépticos ven en la crisis el inicio del fin del proyecto comunitario. Del otro lado, los europeístas sostienen que la crisis solo se podría resolver con la profundización del proceso de integración.
Se ha planteado también la salida de Grecia de la zona euro pero las consecuencias de su salida en un contexto económico tan vulnerable no han sido evaluadas con precisión. Además, no sería esta costosa decisión un sustituto a la necesidad de emprender reformas estructurales en la economía europea.
Aunque en la coyuntura actual no es posible hacer predicciones definitivas concluyo este panorama de Europa con las siguientes reflexiones:
Los problemas que afectan a la eurozona no pueden ser vistos en forma separada del entorno económico internacional. No es posible desvincular la vulnerable situación actual de Europa, de una globalización económica desordenada y de un sistema financiero no sujeto a una más estricta regulación y supervisión.
A diferencia de otros momentos históricos decisivos, en esta crisis han sido los mercados y no los estadistas los que han marcado la pauta, tanto en Europa como en toda la escena internacional.
Ni en Europa ni a escala internacional se han abordado los dos principales obstáculos por alcanzar una solución de fondo: los problemas estructurales y el reparto equitativo de los costos de esta crisis, entre las élites económicas, los gobiernos y los ciudadanos.
El programa de apoyo financiero es necesario para limitar el contagio hacia más países de la zona del euro, sin embargo es indispensable un plan más amplio para atender las debilidades estructurales de la unión monetaria europea (baja competitividad, baja productividad y graves desequilibrios fiscales).
Las medidas de austeridad, por sí solas, no resolverán las profundas diferencias en los niveles de desarrollo entre los países fuertes y débiles. Además las altas tasas del desempleo y las reducciones drásticas de los beneficios sociales están creando las condiciones para un escenario grave de conflicto social.
Los recientes cambios de gobierno en Grecia e Italia han abierto el camino a tecnócratas vinculados con las instituciones europeas y las organizaciones económicas internacionales, lo que nos revela que prevalece en los gobiernos de estos países la decisión de hacer los ajustes necesarios para permanecer en la eurozona. Las elecciones españolas y las primeras declaraciones del nuevo gobierno confirman esta misma tendencia.
Los expertos consideran que sin Berlusconi se abren posibilidades para que Italia salga adelante. Su deuda es alta pero estable y no sufrió una burbuja de vivienda ni los efectos de la misma en su sistema financiero; la tasa de ahorro en Italia es alta y sin tomar en cuenta el pago de intereses, cuenta con un superávit fiscal. Además del apoyo del Banco Europeo y el respaldo de Alemania y Francia, Italia necesita reformas para promover su competitividad, estimular su crecimiento y modernizar su economía.
La coordinación en estos momentos del eje Alemania-Francia es fundamental. A pesar de las diferencias de perspectivas e intereses nacionales, tanto Merkel como Sarkozy son conscientes de que están en el mismo barco.
Por el peso de su economía, Alemania ha llevado la iniciativa, pero por razones históricas y culturales sus políticos y la sociedad alemana tienden a enfocar el problema actual como un tema de derroche y corrupción. Desde luego ambos factores jugaron un papel importante en Grecia, en Italia y también en buena medida en España y Portugal, pero como hemos visto antes muchos otros ingredientes intervinieron para agravar la situación.
El dilema de Alemania consiste en que más allá de su crítica a los países en crisis le es indispensable respaldarlos para impedir una reacción en cadena. Hasta ahora Berlín ha dejado que la presión del mercado le ayude a forzar las reformas que estima indispensables: privatizaciones, recorte al gasto público y austeridad. Pero ésta es una apuesta muy arriesgada.
Alternativas
A estas alturas del proceso se perfilan dos opciones:
O la eurozona entera emprende las reformas indispensables para funcionar, llevando adelante las concesiones de soberanía que esto implica, o acepta el enorme desafío de reducir su dimensión. Al día de hoy prevalece la intención política de profundizar en la coordinación y el control de las políticas económicas y fiscales, preservando la eurozona en su actual dimensión.
En cualquier escenario tomará tiempo el saneamiento de los países europeos más afectados y la recuperación del crecimiento de la región. No hay a la vuelta de la esquina recetas milagrosas y no pueden descartarse reacciones más agudas de protesta social ante las medidas de ajuste más severas.
Para todos nosotros es importante que Europa salga adelante de esta crisis, retomando la eurozona o reduciéndola. Lo fundamental es no poner en riesgo los importantes avances logrados por la Unión Europea en otros campos, su espacio económico común, así como sus importantísimas áreas de cooperación y acción políticas conjuntas. Puedo concebir en un futuro una Europa de geometría variable o una Europa de varias velocidades, pero nunca una Europa invertebrada.
Por último, si los líderes actuales revisaran las décadas de los veinte y de los treinta del siglo pasado, entenderían mejor que el único camino de solución requiere de su acción conjunta y decisiva.
Juan José Bremer. El autor fue embajador de México en Suecia, Unión Soviética, Alemania, España, Estados Unidos y el Reino Unido de la Gran Bretaña.
Fuente: http://www.reforma.com/enfoque/articulo/637/1273142/
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