Como si hubieran pasado cien años, añoramos cuando llegar de tal a cual punto no nos llevaba ni diez minutos o cuando todavía podíamos de ir a comer a la casa; en algunos lugares, el tiempo «de antes» rendía incluso para tomar una siesta después de comer.
Dentro de estas quejas, las más sentidas son las que se refieren a la falta de tiempo para la familia o para los amigos, una cuestión en verdad lamentable, pero, ¿qué se le va a hacer?, en estos tiempos nos tocó vivir.
Recientemente, he oído hablar de un concepto que me ha dejado entre estupefacto y maravillado: resulta que ahora existe un paliativo genial y una perfecta solución para aminorar el impacto de la alarmante falta de tiempo, y a esta maravillosa fórmula, que permite categorizar cualitativamente el tiempo, les ha dado por llamarla «tiempo de calidad».
Lo que les doy es tiempo de calidad
Esta frase es la mejor justificación para todo género de desatinos y es la herramienta con la que el hombre moderno puede trastocar su realidad asumiéndose, ya no como víctima de la época actual —que es la que nos impide disponer de tiempo—, sino como un ser que, con todas sus capacidades, encuentra fórmulas creativas para solucionar problemas que lo depositan directamente en el carril para alcanzar otro de los conceptos con los que ha decidido establecer y venderse una ambiciosa frontera aspiracional: «la excelencia».
La excelencia es ese concepto, meta, ideal y objetivo de vida que, con el afán de allanarnos el camino, nos regalan a diario artículos, libros, seminarios, simposios y peroratas de la peor caterva. Pero para aquellos que creen firmemente en las bondades del tiempo de calidad, este concepto es quizá lo más avanzado y revolucionario en cuestiones de física moderna. Lo curioso es que el innovador concepto tiene también implícitas algunas variables de carácter sociológico, en virtud de las cuales no cualquiera tiene la capacidad de brindar tiempo de calidad: al parecer, para poder brindarlo, se debe contar —sobre todo mentalmente— con un «perfil ejecutivo» y llevar un estilo de vida en el que los retos laborales lo desborden a diario; sólo aquel que siente el estrés y la complejidad de este estilo de vida será capaz de diferenciar entre el tiempo convencional y el tiempo de calidad. Así, somos muchos los que debemos conformarnos con el escalafón de quienes no estamos calificados para brindar tiempo de calidad y que, por lo tanto y para nuestro desdoro biográfico, tampoco podremos cifrar nuestras esperanzas en alcanzar la excelencia.
El invaluable consejo de «No te preocupes, trata de darles tiempo de calidad», me recuerda la fábula aquella del lagarto economista, que le sugirió a una pobre rana que había perdido una de sus ancas y, por lo tanto, 50% de su capacidad de locomoción, que se convirtiera en ciempiés, porque entonces la pérdida de su extremidad sólo implicaría perder 1% de su capacidad locomotriz; al oír esta genialidad, la rana se puso eufórica, pero esta euforia se volvió a convertir en tristeza al darse cuenta de que el lagarto economista, artífice de la teoría, en la práctica era incapaz de transformarla en ciempiés. Tener la posibilidad —-o el don— de poder convertir el simple tiempo en tiempo de calidad es la panacea moderna y la piedra filosofal de nuestros tiempos.
Sabia virtud de conocer el tiempo… de calidad
Esto del tiempo de calidad me ha afectado de diversas maneras, pero la que más me inquieta ahora es no saber si el tiempo que me dedicaron mis papás fue tiempo de calidad o simple tiempo convencional. Vivo atribulado tratando de dilucidar si hubo tiempo de calidad y de determinar, si es que lo hubo, de qué calidad era el tiempo de calidad de mis papás. Hay días en que me rindo y me digo que es inútil, porque si en su época ellos no concebían el tiempo de calidad, entonces jamás me lo pudieron brindar porque, por principio, no se puede brindar aquello que no se conoce.
Me pregunto también, obsesivamente, si el tiempo de calidad que a mí me dieron —asumiendo que así lo hicieron— fue de una calidad mayor, igual o inferior a la del tiempo de calidad que le dieron a mis hermanos. El problema se ha agravado porque, al realizar pesquisas entre mis cuatro hermanos, me he topado con reacciones inusitadas: nada más de pensar que uno de ellos —y al ser yo el más chico— me salga con un «¡N’hombre! ¡Tiempo de calidad el que a mí me dieron!», me entra un sentimiento inexplicable, una especie de dolor de muelas en el corazón; si uno de ellos, medio sorprendido por mi pregunta, me responde con un «La verdad no te sabría decir», pienso que está ocultándome algo y no sé por qué empiezo a sospechar que, en algunas de las muchas horas de tiempo que me brindaron mis papás —atreviéndome a calificarlas como tiempo de calidad—, en realidad me escamoteaban los minutos y por ahí, entre minutos y minutos, entremezclaban tiempo que o no era de calidad o era de una calidad inferior, y entonces me intriga saber a quién le dieron o qué hicieron con esos minutos de calidad que me escamotearon.
Por ejemplo, cuando mi mamá me llevaba al cine junto con mi hermana Maricarmen y mi hermano Toño, lo común era entrar al cine —lo cual, dado el sentido de la previsión que mi mamá tenía para todo, solíamos hacer con bastante anticipación— y, después de haber ocupado cuatro butacas céntricas, ver primero los cortos y luego la película en completo silencio y sin hacer comentario alguno. Hoy me pregunto si ahí en el cine, sentados en las butacas, sin hablar, uno de los tres estaba recibiendo un mejor tiempo de calidad o si éste era parejo.
¡Ah, qué tiempos de calidad aquellos…!
Otro asunto fundamental es definir si el tiempo de calidad puede medirse con el mismo sistema con el que medimos el tiempo convencional o si existe otro más sofisticado. Incluso, y ya entrados en esta clase de disertaciones, es válido preguntarnos si un reloj cualquiera puede medir el tiempo de calidad o si para ello se requiere uno de los relojes que, por regla general, sólo pueden permitirse aquellos de perfil ejecutivo. De ser cierto lo primero, habría que aceptar entonces que existen segundos de calidad, minutos de calidad y horas de calidad. Ya pensar en días de calidad sería demasiado ambicioso si partimos del supuesto de que el tiempo de calidad sólo pueden brindarlo aquellos que, justo, no tienen tiempo; aunque, claro, siempre existirá por ahí alguna alma privilegiada que, desprendida y generosa, pueda presumir que a alguien le brindó una semana de calidad —ya el mes de calidad queda desechado, porque sería un principio de contradicción para el concepto y un oxímoron de la temporalidad cualitativa.
Esta categorización del tiempo de calidad puede ser práctica para algunos fines, pero también puede ser un arma de dos filos y una herramienta que, en manos de una mente manipuladora y chantajista —o, bien, acorralada—, puede generar reproches como: «Yo lo que te pedía era que me brindaras, no horas de calidad, sino minutos de calidad», o reclamos más profundos: «Siempre sentí que, en tus minutos de calidad, los segundos no eran de calidad». Por supuesto, habrá quien, filosófico y maduro ante alguna desavenencia, exponga un geográfico y contundente «Creo que, entre nuestros tiempos de calidad, nuestros meridianos jamás correspondieron».
Aún sabiendo que, en mi caso, el interés por el tiempo de calidad siempre será en su aspecto teórico, he pensado seriamente qué instancia habrá más allá del tiempo de calidad, porque si el tiempo convencional pudo evolucionar hacia el tiempo de calidad, éste también evolucionará hacia algo mucho más especializado. Me atrevo aquí a postular e introducir en exclusiva que, después del tiempo de calidad, aquellos que hoy tienen la capacidad para brindarlo, tendrán la facultad para brindar «tiempo de excelencia».
Tiempo de excelencia
Si brindar tiempo de calidad pone a los privilegiados en el carril hacia la excelencia, al llegar a ésta —ya que deben de existir claves e indicios iniciáticos que les hagan saber que ya lo hicieron—, podrán brindar tiempo de excelencia, aunque todavía no sé si éste se vaya a brindar o se vaya a otorgar —volviendo a lo básico, es pertinente recapitular que quienes usamos el tiempo convencional sólo damos tiempo, mientras que los inmersos en el tiempo de calidad tienen la potestad de brindarlo y esto no es sólo una cuestión de semántica.
Como para muchas otras cosas, me queda el recurso de imaginar qué hubieran respondido mis papás de haberles formulado la pregunta: «¿Alguna vez me brindaron tiempo de calidad?». Las respuestas probables son contundentes: mi mamá me hubiera cuestionado: «¿Qué visiones son ésas?», y mi papá me hubiera respondido con otra pregunta: «¿Qué clase de estupidez me estás preguntando?».
Para terminar con este tema, y porque el tiempo de calidad es oro, les dejo estas sentencias, con la idea de que cada quien aporte las suyas, pero, eso sí, con la única condición de que, para hacerlo, se tomen su tiempo de calidad:
Consejo valioso: Te deseo que tu tiempo de calidad se vea multiplicado y que tengas la sabiduría para brindarlo con equidad y generosidad
Confidencia: No es que no les dé tiempo de calidad, lo que pasa es que ellos no saben distinguir entre mi tiempo convencional y mi tiempo de calidad
Frase sabia: Si alguien te hace perder el tiempo, procura que el tiempo que pierdas no sea tu tiempo de calidad
Queja: —Señorita, usted nada más me hizo perder mi tiempo de calidad. —Lo siento mucho, señor, pero yo no tengo la culpa de que usted haya dispuesto de su tiempo de calidad para realizar un trámite que bien se podría haber hecho con tiempo convencional.
Fuente: http://www.algarabia.com
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